Graziela
SALTAR


Ya lo intentó una vez, y en el último momento no consiguió reunir el valor suficiente para dar el paso definitivo, pero no estaba dispuesta a volver a fracasar. El vacío la atrajo como un potente imán cuando logró encaramarse a lo alto del puente. No había ingerido más que infusiones relajantes desde la noche anterior, temía que los nervios la traicionasen en el último momento. Estaba convencida de que quería hacerlo, tenía que hacerlo. El aire acariciaba su rostro. Sentía miedo y un escalofrío recorrió toda su columna haciéndola encogerse, pero no se amilanó. Era muy temprano y allí arriba soplaba un viento helado. Temblorosa, cerró los ojos y por un momento pensó en lo que se disponía a hacer.
Mientras caía a gran velocidad no sentía nada, sólo el vacío como una inmensa sima azul que se aproximaba a su cara para engullirla. Escuchaba su terrible grito retumbar en el espacio, cuando un tremendo tirón sacudió todo su ser y la hizo elevarse de nuevo en el mismo instante en que su pelo rozaba el agua.
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Graziela



MAL VIENTO

Este viento es mal presagio, vaticino la anciana entre diente.
Recogió apurada la ropa blanca, que se enredaba en la cuerda de tender, sin dejar de mirar aprensiva el baile de hojas y el batir de las copas de los árboles, que se inclinaban hacia ella de manera amenazante, como grandes soldados en formación. La ropa limpia sacudía golpeándole el rostro mientas trataba de descolgarla apresuradamente. Escuchó un golpe seco y ruido de cristales rotos. Salió corriendo hacía la casa soltando el balde. La corriente había cerrado la ventana abierta con tal brusquedad que se quebró el vidrio. ¡Maldito vendaval! Masculló. Barrió el suelo y recogió con cuidados los cristales. Trozos y esquirlas estaban diseminados por todo el comedor. Se sentó después a esperar. Alguna desgracia más traería aquel aire, se dijo. Pasaban las horas y el pálpito se hacía más grande, creciendo a cada minuto.
No preparó la cena. Salió al porche para ver si le veía venir. Cuando amainó el viento llegó Crescencio con el boticario, lo traían tumbado en el carro. Ella corrió a su encuentro.
- Ha sido el viejo olmo, ya sabes que estaba medio seco, lo tenía que haber echado abajo hace años. ¡Mira que se lo dije veces…! Cayó de lleno sobre el tractor, no hemos podido hacer nada por él.
- ¡Lo sabía! Ha sido este mal viento –dijo la anciana mientras se frotaba con fuerza las manos secas con el delantal como si quiera limpiárselas del aire, contemplando inmóvil con sus ojos de agua, el cuerpo inerte.
Sólo se escuchaba el silencio.
Graziela


ADELA

Como necesitaba soledad decidí venirme a la sierra todo el mes de julio. Los primeros días sólo hablaba con los gatos que me visitaban y la única voz que escuchaba era la del chatarrero que pasaba delante de mi puerta casi a diario. El trino de los pájaros, los trabajos de la huerta y el jardín, las puestas de sol, los paseos y las meditaciones llenaban mis días hasta que decidí hacer espacio en el trastero.
Me deshice primero de la vieja moto de mi difunto marido, que al chatarrero, un hombre joven con unos increíbles ojos negros le pareció estupenda. Luego fue la bici con la que solía bajar a por el pan, y hace años que no utilizo. También con esta se marchó encantado y en agradecimiento me mostró la mejor de sus sonrisas, con una boca perfecta, de dientes casi luminosos que parecieron poner más luz en mis solitarios días. Ahora busco afanosamente cosas de hierro o trastos viejos de las que poder deshacerme, pues cuando pasa por mi puerta siempre reduce el ritmo de su camión y yo espero escuchar su voz “lavadoras, neveras, cocinas, bicicletas, somieres…”
Ya me he deshecho de todas las herramientas y espero ilusionada que su letanía rompa mis silencios e irrumpa de lleno en mi soledad.
Graziela

APARENTEMENTE

Esa mujer no para de mirarme de reojo. Es guapa. Debe de pensar que soy un tonto de baba, tendría que haberme acostumbrado a ser observado, aunque sea a ultranza. Ya sé que por mi aspecto llamo la atención, y no me refiero a estos pantalones de marca ni a mis buenos zapatos que parecen retorcidos como bayetas por mis andares, ni siquiera a la camisa de lino perfectamente planchada. Nada luce sobre el guiñapo en el que habito. Seguro que piensa que mi cerebro es tan lento y amorfo como mi cuerpo. A veces me dan ganas de colgarme un enorme cartel en el que ponga que soy licenciado, que tengo una mente brillante, aunque no lo parezca. Esta es la historia de mi vida, debería tenerlo totalmente asumido. Hoy llegaré tarde al trabajo.

Aquel joven me estaba poniendo nerviosa. No paraba de moverse, paseaba con la enorme dificultad que le proporcionaba su deficiente sistema motor. Pobrecillo, me daba pena verle mirar el reloj constantemente con su cuello torcido y las manos crispadas en una postura antinatural. En un momento determinado que me vio mirándole le dije: – De nada nos vale inquietarnos, porque ni aún así conseguiremos que llegue antes el autobús. Hizo una mueca torpe con la cara que imaginé que sería lo más cercano a una sonrisa que conseguía esbozar. Entonces le mire a los ojos, los tenía claros y eran bonitos, de mirada profunda, inteligente y triste, muy triste. Le costaba hablar y tuve que controlarme para no terminar sus frases viendo el terrible esfuerzo que hacía para expresarse. – Llego tarde, hace poco que trabajo en una gestoría y decir que he esperado al bus media hora me parece una excusa muy manida.

Es agradable que alguien me hable sin conocerme y más por la calle. La gente tiene miedo de mí. Tiene miedo porque no saben cómo comportarse conmigo, algunos me tratan como a un niño y sus miradas son lo que más me duele. Esta mujer además de ser guapa es simpática y tiene cara de buena persona. Si hubiera más gente como ella… No lo sabe pero me ha alegrado el día, charlando durante todo el trayecto, aunque a veces creo que mis balbuceos la estaban poniendo nerviosa, pero había comprensión en sus ojos, hacía un verdadero esfuerzo por entender mis palabras. Su sonrisa era sincera cuando nos hemos despedido al bajarme del bus y cuando me he vuelto desde la acera y ella me ha saludado mientras todos los viajeros la miraban me ha hecho sentir orgulloso.

Cuando se ha bajado del autobús se le veía más animado, creo que con la charla hasta se le ha pasado el agobio de pensar que llegaba tarde. Pobrecillo. Debe ser terrible tener un aspecto físico como el suyo y ser mentalmente normal. Creo que ha sido un acierto atreverme a hablarle. A mí también me ha sentado bien conversar con él, aunque no haya sido fácil. Me encuentro más ligera y estoy contenta. Yo también llego tarde.