Graziela



SEMILLA DE DUDA

Las observa desde el zaguán. Son tan bellas... Sus cuerpos bronceados han dejado de ser infantiles y, aunque apenas empiezan a dibujarse en ellos las curvas propias de la adolescencia, ya se nota el incipiente abultamiento de sus pechos, sobre todo en la amiguita de Claudia. Las niñas corren, saltan y se zambullen en el agua tras mil cabriolas graciosas, entre risas y gritos.
- Abuelo, mira cómo nos tiramos.
- Muy bien, Claudia ¡Menudo salto! Sois unas campeonas.
A él le encanta verlas; las mira complacido mientras le crecer el deseo, que como una enredadera se afana por subirle desde los pies, enmarañándole los sentidos y cegándole el entendimiento.
- Tengo que ir a la botica-, comunica a su hija, quitándose de en medio.
Sabe que esos sentimientos no son normales y le dan miedo.
- ¿Me estaré volviendo loco? Es esa “lolita” amiga de mi nieta. Sabe que es bonita y se pavonea delante de mí, intentando llamar mi atención todo el tiempo.
A la memoria de Samuel vuelve la vieja historia olvidada. Sus padres y él tuvieron que abandonar el pueblo por aquel escándalo; aunque no llegó a pasar nada, temían las habladurías y que al final las cosas fueran a más. Se trató de una chiquillada sin malicia. Esa dichosa cría no paraba de provocarlo todo el tiempo y él era casi un hombre. Se limitó a darle lo que le pedía y la muy zorra se lo dijo a su madre; le acusaron de abusar de ella. Parecía que se hubiera producido una hecatombe. Él estaba tranquilo, sabía que no la había forzado, fue algo natural. Nadie lo supo entender así. Durante algún tiempo, a veces, sorprendía a sus padres observándole con una mirada extraña. Sabía que la semilla de la duda había sido plantada en sus vidas.
Aquella noche, a través de la pared, escuchaba a las pequeñas reírse en la habitación de al lado. No conseguía dormirse. Luego el silencio le fue acunando. Oyó gemidos, palabras entrecortadas y alarmado acudió para ver qué pasaba.
Claudia dormía plácidamente ajena a todo. Rocío, estaba empapada en sudor.
- Sólo ha sido un mal sueño - dijo, mirándola con ternura.
La niña se recostó sobre él buscando consuelo. La abrazo para tranquilizarla, con cuidado le retiró de la cara el cabellos mojados, comenzó a acariciarle suavemente la cabeza, los hombros, los brazos, la colocó el camisón bien y cuando volvió a dormirse regresó a la soledad de su cuarto. Se sentía tranquilo, sabía que aquella semilla de duda que un día plantaron en él jamás llegaría a dar fruto. Con una sonrisa en los labios se dejó sorprender por un sueño placentero.


Graziela



EL SETENTA Y CUATRO

Doña Carmen no suele coger el autobús pero su hija ha insistido en que fuera hoy a comer y esta línea la lleva de Francisco Silvela a Rosales, casi de puerta a puerta. Trabajosamente ascendió al vehículo, con el paquete de la pastelería colgando del brazo. Se sorprendió de lo mucho que había subido el billete desde la última vez. Al dar un vistazo al interior observó que pese a ser una hora rara, no quedaba ni un solo asiento libre. Una chica con melena larga y un pircing en la ceja que iba leyendo, le cedió amablemente el asiento, y ella se lo agradeció. Tenía por delante un largo trayecto y la idea de hacerlo en píe, intentando mantener el equilibrio agarrada a una barra le parecía un suplicio; antes de sentarse lanzó una mirada reprobatoria al hombre de al lado, que ni se molestó el levantar la vista de la maquinita cuyas teclas pulsaba compulsivamente. Se acomodó y empezó a observar a los viajeros más próximos: dos muchachos con mochilas que seguramente se habían fumado la clase y parecían muy divertidos; una señora mayor con la bolsa de la compra de la que asomaban los rabos de unos puerros; un tipo con aspecto de extranjero; la muchacha de las ojeras que iba dormitaba enfrente; un señor con gafas que leía el periódico y tenía un tic que le obliga a cerrar el ojo derecho y mover la nariz a intervalos exactos, en cuya contemplación se quedó enganchada. La sobresaltó la estridente melodía de un teléfono móvil, sacándola de su entretenimiento y centró su atención en la extravagante de botas de charol blanco con altos tacones, jersey turquesa y melena ajada. “No tiene edad para nada de lo que lleva” - pensó de inmediato. “¡Por dios, que facha! Hay gente que no sabe vestirse, aunque seguro que esa ha sido así toda su vida, no hay más que verla, es una ordinaria. Sentenció. Escuchó sin esfuerzo la conversación de la que todo el bús era oyente obligado por las voces que daba la buena mujer.

     - Yo no la he vuelto a llamar, desde la faena que me hizo en el viaje a Gandía. -dijo- Perdona que te diga, pero es una guarra. Sí, hija sí; siempre ha sido una interesada y una aprovechada.
La estrambótica mujer de pronto se levantó apresurada y alcanzó la salida cuando a punto estaban de cerrarse las puertas, llevándose con ella la charla.

Unos bajan, otros suben y el autobús quedó más silencioso, hasta que se aproximó un chaval con los cascos puesto que coreaba de vez en cuando la canción que escuchaba, y dado el volumen al que lo hacía, también los mazazos de la música machacona repercutían en las personas que tenía cerca.

Al otro lado del pasillo y una fila más adelante se acomodó una mujer, corriente, de mediana edad. A doña Carmen esa cara le recordó a alguien, aunque era tan despistada que a veces se cruzaba por la calle con familiares o conocidos sin saludarles y no es que fuera antipática, aunque muy simpática nunca había sido, es que era muy mala fisonomista. No, no conseguía acordarse en ese momento de donde, ni de qué le sonaba esa mujer. Le daba rabia y se recriminó por su mala memoria.

Al poco rato también la escuchó hablar por teléfono. Al oír su voz estuvo segura, la conocía pero seguía sin ubicarla. Intentó agudizar el oído, que ya de por si empezaba a fallarle y pensó “que manía tiene todo el mundo con los dichosos móviles... Igual que Lulu, que en cuanto está aburrida telefonea a quien sea. A mi me parece hasta de mala educación. No, si no me extraña que al pobre Miguel se le lleven los diablos cada vez que vienen los recibos. ¡Lo que le gusta hablar a la gente...!”.

Se esforzó en escuchar, para ver si a través de la conversación conseguía identificarla y cada vez le resultaba más familiar su voz. Al principio no conseguía entender todo lo que decía, afortunadamente se seguía bajando gente y el ruido de alrededor disminuyó paulatinamente, permitiéndole entender mejor la conversación que seguía con creciente interés.

     - Entiéndeme, no es que me vayan a echar, pero te lo digo por si tengo que buscar otra casa. Aun no lo debe saber nadie. Últimamente yo no les veía nada bien, pero nunca pensé que llegaran a esto. Me enteré de casualidad, tuvieron una conversación entre ellos subida de tono y al día siguiente oí al señor hablar con don Ramón, su abogado. A mi me da pena por los niños, sobre todo por Borjita. Si, es casi un bebé, acaba de cumplir quince meses. No tengo ni idea de lo que va a hacer la señora. No, doña Lourdes no trabaja. Bueno colabora con una fundación, pero sin sueldo ni horario. Parece que de allí es de donde han surgido los problemas. Tampoco se quién se quedará con la casa de Rosales, aunque supongo que ella y los niños. Mujer, lo mismo él también ha tenido sus líos, pero no creo que sea de ese tipo; casi vive para su trabajo, se pasa la vida en la consulta. Si, será muy normal, pero es una faena. Seguro que reducen personal. Si hija una lástima, después de tantos años. Miedo me da cuando se sepa. Ya veremos. Lo mismo buscan una más joven que les haga todo y se ocupe del bebé. Ahora con las extrajeras les saldría más barato. Bueno, te dejo que estamos llegando a la última parada, y si enteras de algo, dimelo, por si acaso.

La gente que quedaba en el autobús se va apeando y doña Carmen permanece pensativa en su asiento, sin fuerzas para moverse, pensando en su hija. Espera a que salga todo el mundo, se siente deprimida. De pronto ve que abajo la está esperando Juanita, la debe haber visto al salir. Es la chica de su hija, la tiene desde que se casó.