Graziela



 LA VIAJERA

            Notaba que con el bastón ya no caminaba igual. Mis piernas estaban cada vez más débiles y me sentía insegura. Mi hija Patricia decidió que había llegado el momento de utilizar un andador, pero no me acostumbraba a él; los bordillos, las aceras estrechas, las baldosas levantadas y los desniveles, me hacían temer que acabaría con mis huesos en el suelo y una rotura de cadera a mi edad era lo que más miedo me daba.
            En el centro de mayores vi a una señora como yo que llevaba un original carrito de la compra que le servía de apoyo mejor que mi andador, así que como a mi edad me he vuelto muy descarada, le estuve preguntado, hasta averiguar donde lo había comprado, incluso le pedí que me dejara probarlo. Era justo lo que necesitaba y no me lo pensé dos veces. Llamé a la tienda y encargué que me lo mandaran a casa. Estaba encantada con mi carrito nuevo. Patricia no lo entendía, me dejaba por imposible. Todo el mundo pensaba que iba a la compra y aprovechaba para ir al ambulatorio antes de pasar por el mercado o la panadería. Sin embargo no me atrevía a llevarlo a misa, ni cuando quedaba con mis amigas para merendar, pues la verdad es que me daba un poco de apuro.
            La solución vino acompañada del viaje al Balneario que me concedió el Inserso. Mi hija se empeñó en comprarme una maleta de esas modernas, dura y con cuatro ruedas, las llaman no sé cómo, pero tiene un nombre.
            – No  ves que en la tuya ya no te cabe nada, mamá. Entre las cosas de aseo, toda la ropa, las toallas que te empeñas en llevarte y las medicinas, con tu maleta vieja no tienes ni para empezar.
            – Pero puedo llevar un neceser, como toda la vida y otra bolsa para los zapatos.
         – ¡Sí hombre! La maleta, el neceser, una bolsa y el bolso ¿Y el bastón, claro? Aunque te ayuden, necesitarías un porteador para ti solita;  no hace falta incordiar a nadie y menos por un capricho absurdo. No seas tan cabezota mamá, y por una vez hazme caso.
            – Bueno hija, bueno. Si lo que no quiero es que te gastes más dinero. Lo mismo es el último viaje que hago y luego... otro trasto mas en casa.
            – No te preocupes por eso. Si no la quieres guardar, me la llevo y ya la usaré. Te acompaño a la estación, te dejo acomodada y al llegar solo tienen que bajarte la maleta.  
            Así lo hicimos y tengo que reconocer que aquella maleta, discreta y elegante, me ha cambiado la vida. Con sus cuatro ruedas y la barra esa que se sube y se baja me sirve de apoyo, me da estabilidad; camino muy segura agarrada a ella, aunque he notado que es mejor que lleve un poco de peso.
            Patricia cuando se ha enterado de que la uso a diario,s se ha puesto hecho una loca, con esos arrebatos que le dan cuando se enfada conmigo. ¿No sé por qué se pone tan furiosa?  Si la idea de la maleta fue suya. Está horrorizada dice que se me está yendo la cabeza. Sin embargo yo soy feliz, sé que la gente del centro de mayores me mira con envidia, pues piensan que me marcho de viaje todos los días, y hasta me permito el lujo de inventarme excursiones de lo más variopintas.
            Lo mismo mi hija tiene razón, y estoy un tanto senil, que a mi edad no sería de extrañar. Me da igual, ¡disfruto viendo la mirada perpleja de las vecinas! Además, me he enterado que en el barrio ahora me llaman la viajera, y me hace hasta gracia, aunque solo haga viajes con la imaginación y mi maleta nueva, por supuesto.